Yo soy Cuítlatl, el de los 40 mil chontales; sin pasado, sin futuro. Aquí, donde se venera a los tiranos que estuvieron siempre y a los que después llegaron, nosotros fuimos exterminados. Los reinos más loados significaron nuestra ruina. De nosotros sólo queda un término vago e impreciso: el de "chontales", acuñado por extraños, para extraños.

Vilipendiados antes, sepultados hoy, entre la infamia ignominiosa del crimen y el olvido, ¿cómo no he de vengarme? ¿Cómo no he de sufrir a los míos? ¿Cómo no perseguir a mis verdugos?

Huérfano, expulsado del orbe, relegado a los límites del abismo, disminuido, reducido a la excreción más repugnante, vuelto invisible y hecho nada, las atrocidades que mi odio exija ¿quién ha de impedírmelas? ¿Quién ha de evitarlo, cuando nadie quiso verme? Así, mi condena será mi arma.

Contrario a mi invisibilidad, los daños serán palpables, inevitables; todo cuanto tengan por pilar será derruido, todo cuanto tengan por edifico será demolido, nada quedará a salvo, como un quiste que es extirpado y eliminado por siempre del animal infectado; y entonces habré triunfado, al menos un poco.