Cuando Esquilo, el gran trágico griego, decía en su Prometeo encadenado que puede sufrirlas en sí mismo el que lamenta y remedia las desgracias ajenas[1], no estaba del todo equivocado; especialmente cuando se halla entre tiranos. La determinación de hacer el bien desafiando el poder, puede acarrear la desventura. Esto ocurrió a Prometeo, el titán que entregó el fuego y la sabiduría a los hombres y fue luego condenado por Zeus, a quien había servido antes, a permanecer eternamente encadenado en remotos peñascos.

Que Mary Shelley haya evocado a Esquilo en Frankenstein, su obra cumbre, al titularla también como El moderno Prometeo, es entonces apropiado. Escrita en 1818, hace más de 200 años, Frankenstein es además de un manifiesto político formidable, también una obra con personajes que viven ya la soberbia gloria, ya la ominosa infamia.

Victor Frankenstein, el héroe de esta novela gótica, logra dar vida a la muerte y crea desde los despojos un monstruo sin nombre, o mejor dicho, un ser que resulta estar dotado de inteligencia, cualidades superiores y las más altas virtudes, pero especialmente de una inocencia conmovedora que le llevan a buscar el afecto entre los hombres. Rechazado y vilipendiado aun por su propio creador debido a su monstruosidad, el ser se reviste de ira y rencor y lo aniquila. Así, lo que debiera llenarlo de gloria supone su desgracia. Como Prometeo, entregó el fuego para salvar a los mortales y fue castigado por ello.

Pero la ingenua criatura, mitad hombre, mitad monstruo, condenada por una condición inherente a sí misma, representa una sólida crítica al antropocentrismo incapaz de tolerar a los distintos, especialmente a los de otras especies, sin importar que, como él, reúnan cualidades éticas preciosas. Y preciosas en tanto manifiesta una humanidad asombrosa que le hace definirse, por ejemplo, como un vegetariano[2] incapaz de lastimar a los animales:

“Mi alimento no es el del hombre, yo no destruyo al cordero o al cabrito para saciar mi hambre; las bayas y las bellotas son suficiente alimento para mí”.[3]

Consciente de que estas virtudes y ninguna otra le permitirán ser aceptado entre los hombres, ávido de afecto y al mismo tiempo condenado a la soledad y el destierro que debe sufrir el monstruo, se transforma.

A diferencia de otros marginados de la literatura, como el Asterión de Borges, aquel monstruo mitad hombre mitad toro que muere a manos de Teseo, su verdugo, sin perder nunca la ingenuidad, o el Cyrano de Bergerac de Rostand, aquel héroe de nariz infinita que en el rechazo y la desdicha encuentra la oportunidad de remarcar sus virtudes, el monstruo creado por Shelley se tornal vil y malvado.

Aunque el ser da largos y elocuentes discursos en la obra para justificar sus crímenes —un aspecto sobre el que Frankenstein previene al capitán Walton—, cabe hacer una reflexión importante: ¿el constante desprecio justifica el crimen? O mejor aún, ¿otorga el rechazo el derecho a privar de la vida a los otros? El derecho dice que no. Pero, ¿debía este ser, evidentemente no humano, sujetarse a los códigos legales y éticos del hombre? ¿No bien podía, bajo sus propios códigos éticos, surgidos desde una especie distinta, permitirse aniquilar a los hombres como hace éste con los animales?

A propósito de estos cuestionamientos, en la obra figuran dos juicios legales, que considero son lo menos destacable de ella y arcaicos para la actualidad, pero que nos recuerdan la vanguardia del pensamiento inglés en el derecho moderno.



[1] “¿Aún te lamentas por los enemigos de Zeus? ¿Aún vacilas? Cuidado… no vayas a gemir por ti mismo algún día.” Esquilo, Siete Tragedias, Editores Mexicanos Unidos S.A., México, 1992, p. 91.

[2] En el siglo XIX, cuando sale a la luz la obra, no existía el término “vegano”, que podría resumir su postura ética frente a los animales.

[3] Shelley Mary, Frankenstein, Selector, México, 2017, p. 110.